HONORARIOS EN BATA BLANCA.
HONORARIOS
EN BATA BLANCA.
Cuando no existían los Colegios de médicos ni la sindicación en el mundo sanitario, las cosas iban más o
menos como hoy. Ningún médico se hacía
la ilusión de que hubiera nadie que lo protegiese.
Hace cuatro mil años, para evitar excesos o abusos, el rey babilonio Hammmurabi estableció en su famoso Código, tallado en una columna de
basalto negro de cuatro metros de altura, que el médico no recibiera por su
labor más de diez siclos de plata, ni más de cinco si el paciente era
un esclavo.
Es verdad que en aquellos tiempos ser médico suponía tener privilegios
nada despreciables, como no hacer el servicio militar y no pagar impuestos,
pero el favor se devolvía con deberes. El artículo 218 por ejemplo, decía así:
Si un médico opera a un señor con
su cuchillo por una grave herida y de ello acaece la muerte, o si abre un
absceso en el ojo de un hombre y destruye el ojo, se le cortarán los dedos.
La antigua Roma estaba llena de “grandes médicos
pero también de muchos pobres diablos
que prácticamente se morían de hambre.
Muchos, que habían llegado como esclavos, llevaron durante largo tiempo
una vida miserable, casi en los márgenes de la sociedad, hasta que un edicto de
César les concedió la (por la ciudadanía romana. Desde entonces, gradualmente, el esclavo –
médico (por cuya adquisición bastaba
pagar un modesto plus con respecto al esclavo común) fue considerado en un
primer momento liberto y luego en civis
pleno iure, hasta convertirse, en el Imperio, en un primus inter pares.
Hasta entonces, los médicos griegos, que desde el siglo III a.C. habían
llegado a Roma en busca de fortuna, eran a menudo torpes y mal preparados. De hecho, muchos no eran ni siquiera médicos,
pero se declaraban tales solo porque sabían “extraer sangre”, arrancar algún
diente y cortar callos. Pero todos
aprovechaban la ocasión para sacar algo de dinero. No faltaron médicos implicados en bajas
intrigas o que se disputaban los clientes cuchillo en mano; otros incluso se
vieron obligados a cambiar de profesión,
como un oculista que se hizo gladiador, y otro, sepulturero.
Después del 293 a. C. llegaron a Grecia los “sacerdotes de Esculapio”,
que por una modesta limosna en dinero o en especies, ofrecían al esperanzado
enfermo un sorbo de agua sagrada o la receta de algún mejunje.
Una posición particularmente ambicionada era, en cambio, la de los
“médicos de palacio”. Los médicos oficiales podían, de hecho, ser incluso
sencillamente “populares”. En el año
370, había diecisiete censados, delos cuales catorce trabajaban en las
barriadas en que estaba dividida la ciudad y los otros tres en el puerto, la
escuela y la casa de las vestales.
Cuando surgía la ocasión, los médicos de
primera división puestos al servicio de la salud del emperador y de los
patricios, no titubeaban en disparar sus precios de forma insensata. Antonio
Musa, médico personal del emperador Augusto, que para agradecerle por haberle
curado un fuerte ataque de gota lo nombró médico de palacio e incluso le hizo
erigir un busto en el foro, subió enseguida sus emolumentos a seiscientos mil
sestercios.
RECOPILACIÓN:
Julián Viso.
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